miércoles, 18 de abril de 2012

Contando días, contando algo.

Estaba muerto. Muerto en sentido metafórico. Sintiéndolo. Tumbado boca arriba, sin apenas sentir el peso de mi cuerpo, ahí estaba navegando a la deriva. Mi barco era un hinchable de piscina que se me quedaba corto de rodillas para abajo y mi océano... la piscina. Mis manos y la mitad de mis piernas dormían sumergidas bajo el agua sin mojarse más de lo que ya estaban. Mi objetivo, mi único pensamiento, preocupación y tarea consistía en alejarme de los bordes de ese océano inmediatamente después de chocar contra ellos sin saber lo lejos o lo cerca que me encontraba de ellos. No recuerdo si tenía los ojos cerrados o miraba al cielo. En fin, debía alejarme lo suficiente como para seguir a la deriva. No había tormenta, el viento había pasado de largo y era verano, por lo que el agua estaba inmóvil, igual que yo en medio del océano.

Pero fue ahí, en medio de esa nada cuando empecé a contar los días.  Los días que faltaban para que pudiera confirmar su amor por mí. Tenía mucho tiempo por delante. Me lo tomé con calma. El día señalado aún quedaba lejos y no quería estresarme. Eran muchos días por contar, así que no contaba todos los días. Contaba cada dos días, cada tres, o a veces a ojo.

Contando y tachando los días en mi cabeza, ayudándome de vez en cuando de mis dedos, pasó el verano, el otoño y el invierno. Ahora no quería ponerme nervioso y hacerlo mal pero con el paso del frío ya quedaban muy pocos días. En realidad a partir de ese momento podía elegir el día que sería el día. Ya me entendéis. Tenía que lanzarme.

El tiempo había pasado rápido ahora que lo recordaba, pero no cuando contaba los días. Estaba a punto de saber si me amaba. Pensé en vestirme para la ocasión pero era bastante probable que me ensuciara por el camino.

Salí de casa, miré al horizonte, hallé el camino y me puse a caminar. Mi ritmo de viaje era irregular. A veces me daba prisa y otras andaba como si no fuera a ningún lugar. Los nervios del momento supongo. Pero como todo caminante que no se detiene llegué a mi destino. Una pequeña colina en frente de mí tapaba el horizonte, así que no pude mirarlo y respirar hondo como me lo había imaginado. Subí la colina ayudándome de mis manos y por fin pude respirar hondo y mirar al ansiado y hermoso horizonte. Delante de mí tenía un campo lleno de flores recién paridas por la primavera. Pero el color de una de ellas dejaba en blanco y negro a las demás. Me agaché, la miré y la separé de la tierra. Era la mía. La aguanté con mi mano izquierda y casi acariciándola empecé a tirar de sus pétalos; arrancarlos. Uno a uno. Y no dejaba repetir:

“Me quiere. No me quiere. Me quiere. No me quiere. Me quiere. No me quiere. Me quiere. No me quiere. Me quiere. No me quiere. Me quiere. No me quiere”

No me quiere….Repasé los pétalos por si faltaba alguno. No me quería. Caí al suelo aplastando las flores que desafortunadamente habían crecido ahí.

Estaba muerto. Muerto en sentido metafórico. Sintiéndolo.